Hace no muchos años, la magia y el olfato de los grandes magnates del comercio dieron vida a tres pequeños elfos de nah–vidad: Zampa, Pimpla y Despilfarra. Su tamaño es imperceptible para el ojo humano, pero con sus poderes mágicos se instalan en el cerebro de niños y mayores moldeando la voluntad de las personas a su antojo, o más bien en pro del interés de quienes los crearon con ese fin.
Estos pequeños seres vestidos de rayas rojas y blancas, con gorro y zapatos puntiagudos y cara de pillastres consiguen que el paso de las hojas del calendario se acelere como un cohete supersónico, y que la noche de Halloween, alojada en el 31 de octubre, dé paso, solo un día inmediatamente después, a la carrera frenética hacia la nah–vidad.
Nada más despuntar noviembre todo huele a nah–vidad: hay turrones y mazapanes en los supermercados, guirnaldas y árboles con espumillón de mil colores, galletas de jengibre, renos y papanoeles, infinidad de luces parpadeantes en ventanas y balcones y en las calles de las ciudades; suenan jingle-bells y all-I-want-for-Christmas-is-you. Para contribuir a la carrera frenética llega también el black Friday o los black days, con descuentos increíbles (precisamente eso, increíbles) para que las personas, avivadas por el ahorro, satisfagan el susurro imperioso que late en su cabeza y que proviene de la magia poderosa de Zampa, Pimpla y Despilfarra, los elfos de nah–vidad.
Las carteras y las tarjetas de crédito se vacían para poblar y saturar los hogares con manjares suculentos, vinos y bebidas alcohólicas de todo tipo, dulces típicos y dulces importados: panetone, barras de chocolate Dubái, Baklava, dátiles. Las personas se vuelven locas buscando los regalos perfectos para toda la familia, creyendo que esa cartera de piel o esa novela best-seller que compran para la cuñada que no soportan el resto del año les hará quedar bien y cumplir el expediente.

Crear la atmósfera idónea es muy importante, y Zampa, Pimpla y Despilfarra son expertos. Llenan diciembre de comidas y cenas de empresa, quedadas con los del instituto, las del gimnasio, los de pádel. Brindis por aquí y por allá, ruido, música y desenfreno. Se trata de consumir, gastar y no pensar, no detenerse ni para mirar el extracto del banco. No hay dolor ni arrepentimiento, es lo que hay que hacer en estas fechas, y si hay gente que puede permitírselo, también los elfos intentan que a algunos se les ocurra hacer un viaje exótico para celebrar la nah-vidad y colgar cientos de fotos en Instagram con el hashtag #merrychristmas.
Y en mitad de todo este desenfreno existen seres arrebujados bajo una manta raída que ven pasar las piernas de la marabunta consumidora. Solo de vez en cuando algunas piernas se detienen y una mano arroja unas monedas al cestillo que sigue todavía muy vacío después del paso de muchas horas y de mucho frío y de mucha soledad y desesperanza.
Esos seres arrebujados bajo una manta raída quizá recuerdan todavía con añoranza esos días de diciembre con castañas calientes en las manos, alrededor de una mesa a la que se sentaban familiares que se marcharon de este mundo ya, y en la que se servía consomé y merluza en salsa verde. A los postres se sacaban los mazapanes, el turrón duro y el blando y algún polvorón; se tocaba la pandereta y la zambomba y se cantaba Los peces en el río y El tamborilero. Los regalos eran humildes y siempre eran objetos que se necesitaban. Presidiendo el hogar estaba el portal de Belén, y no había luces de colores pero sí mucho amor y otra calma de vivir.
Desde la oscuridad de un refugio improvisado al calor de los animales, con la sola luz de una estrella en el cielo que guía hacia la luz más refulgente y hermosa, hay un Niño que no puede creer en qué se ha convertido lo que un día fue Navidad. En nada, en vacío, en nah. En nah–vidad.









